Las formas de enfermar y morir de las
personas son desiguales y están determinadas por las condiciones de vida. Entre
las desigualdades menos conocidas se encuentran las desigualdades de género.
Incorporar la perspectiva de género en el estudio de la salud significa conocer
las desigualdades que existen entre las mujeres y los hombres en esta materia. Para
profundizar en el conocimiento de esta realidad a continuación se analizan
algunos de los principales factores que dan lugar a desigualdades en salud.
La visión androcéntrica de la salud (centrada en el hombre) ha
prevalecido históricamente y se mantiene en el momento actual en las ciencias
biomédicas dando lugar a la aplicación a las mujeres de los resultados de los
estudios obtenidos en los hombres. Esto ha tenido graves consecuencias para la
salud de las mujeres. Por ejemplo, éstas tienen una esperanza de vida mayor que los hombres pero con peor calidad de
vida por la mayor morbilidad e incapacidad funcional.
Otro ejemplo de esta visión es que la
sintomatología del infarto agudo de
miocardio en las mujeres no se corresponde con la descrita en los estudios
de enfermedades cardiovasculares realizados en población masculina, por tanto,
dificulta el diagnóstico de esta patología, retrasa la terapéutica y provoca
una mayor morbimortalidad en el sexo femenino.
En la misma línea, la prevención de
enfermedades y la atención sanitaria a las mujeres se han centrado
primordialmente en la salud reproductiva
(embarazo y menopausia) y la anticoncepción; esta focalización de la salud de
las mujeres ha limitado un abordaje integral, les ha atribuido el desempeño de la crianza y los cuidados, además
de ignorar la corresponsabilidad de los hombres a este respeto.
La pobreza es otro determinante fundamental
de salud que requiere análisis de género. Según la Organización Mundial de la
Salud es el mayor determinante individual de mala salud. Las personas pobres
mueren más jóvenes y sufren mayores discapacidades, están expuestas a riesgos
más elevados como consecuencia de unas condiciones de vida poco saludables,
tanto en los hogares como en los lugares de trabajo; adicionalmente, cuando
enferman tienen una recuperación más lenta, especialmente si su acceso a los
servicios de atención a la salud es limitado (Banco Mundial, 1993).
Se ha
puesto de manifiesto una mayor susceptibilidad de las mujeres que ha llevado a
acuñar los términos “feminización de la pobreza” (hace referencia al número
creciente de mujeres entre la población pobre) y “empobrecimiento de las mujeres”
(expresa el empeoramiento de los estándares de vida de las
mismas). Ambos conceptos ponen de manifiesto un fenómeno antiguo que continua
vigente e ignorado (ya advertido en el años 2000 por El Colectivo de las
Mujeres de Boston). A modo de ejemplo,
en España, casi la mitad de las mujeres (47,4%) serían pobres si vivieran solas,
el doble que de hombres (23,8%) según el Informe
Foessa de 2014.
El
trabajo no remunerado es otro fenómeno que hay que
analizar en cuanto a la falta de equidad y sus efectos en la salud. Comprende
aquellas actividades relacionadas con las tareas del hogar, el cuidado de
personas dependientes, las colaboraciones sociales y cursos no retribuidos.
Datos del INE muestran que las mujeres dedican 26’5 horas al trabajo
no remunerado frente a 14 horas de los hombres. Este
trabajo gratuito es infravalorado socialmente, sin embargo, esta contribución
invisible de las mujeres (fruto de la desigualdad de género) está cuantificada por
el Foro
Económico Mundial. Este organismo en su informe 2017
estima que si la brecha económica de género se redujese en un 25 % para el año
2025, el PIB mundial aumentaría en 5’3 billones de euros en el mismo periodo.
Sin embargo, este objetivo está lejos de lograrse porque de 144 países, 82 han
empeorado en el último año.
Por otra parte, la participación de
las mujeres en los trabajos remunerados no ha supuesto el mismo movimiento de
los hombres hacia la participación en los trabajos domésticos y de cuidados lo
que provoca una sobrecarga diaria para las mujeres debido a la “doble jornada”, fuera y dentro del
domicilio. Incluso se convierte en una “triple
jornada” cuando tienen que proporcionar cuidados de crianza o a familiares
dependientes.
Esta problemática revierte en un peor
estado de salud porque además del cansancio de una doble o triple jornada aumenta
el grado de estrés y ansiedad. Hecho
más frecuente en las trabajadoras menos
cualificadas que en las de alta cualificación. Las mujeres que tienen un trabajo
mejor remunerado y cuentan con servicio doméstico o aquellas cuyas parejas se
corresponsabilizan en las tareas del hogar, la crianza y/o cuidados de personas
dependientes presentan mejores indicadores de salud.
También se plasman de forma evidente las
desigualdades socioeconómicas entre
hombres y mujeres en el medio laboral. Las mujeres ocupan puestos de trabajo
principalmente en el sector servicios mientras que la actividad laboral
masculina suele concentrarse en el sector primario y en la industria (segregación horizontal).
Además, independientemente del sector
económico donde se ejerza el trabajo, los puestos de mayor prestigio y poder son
ocupados por hombres, relegando a las mujeres a puestos subordinados (segregación vertical).
Según informes publicados
recientemente por diferentes organizaciones sindicales (CC.OO.
y UGT),
existe una brecha salarial entre
hombre y mujeres con una diferencia anual entre un 23% y un 30% en el salario,
siendo superior el sueldo medio anual de los hombres aproximadamente entre 5.941
y 7.329 euros.
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Otras
publicaciones internacionales constatan estos
datos, que por trabajo de igual valor los hombres reciben 21.000 dólares al año
de media, frente a los 12.000 que reciben las mujeres, lo que tendrá una clara
repercusión en las pensiones y en el acceso a servicios y bienes de consumo.
Desde el análisis de género en las desigualdades
salariales hay que considerar que se retribuyen aspectos como el esfuerzo
físico, la toxicidad o la peligrosidad relacionados ampliamente con “trabajos masculinos” y no los riesgos
relacionados con “trabajos femeninos”
como la toxicidad por la exposición a los productos químicos de limpieza o la
atención por trabajos de precisión. Las condiciones laborales de hombres y
mujeres influyen en la percepción de la salud, en los estilos de vida que
influyen en ella, en las conductas de riesgo, en la forma de enfermar y en la utilización
de los servicios sanitarios.
Las mujeres sufren mayor precariedad
laboral que los hombres al ocupar un 75% de los contratos a tiempo parcial, sea debido a que no les ofrecen otro
tipo de contratos o a la obligación de conciliar
el trabajo remunerado y no remunerado. Por lo tanto, esta mal llamada conciliación
laboral y familiar puede ser un factor de riesgo para la salud de las mujeres
si únicamente concilian ellas.
Estas condiciones de vida repercuten
en la disponibilidad de tiempo dando
como resultado que las mujeres dedican menos tiempo que los hombres a su vida
personal (ocio, autocuidado, relaciones) y más tiempo al cuidado de la familia
y las tareas del hogar.
En relación con las desigualdades en
los estilos de vida, las niñas y las
mujeres practican menos actividad física y deporte que los niños y los hombres
para los mismos rangos de edad, ya que en ellas se potencia menos desde la
infancia la práctica del ejercicio
físico.
Como es sabido, las consecuencias del
sedentarismo sobre la salud es la mayor frecuencia de enfermedades crónicas y
sus factores de riesgo. Otro efecto de la influencia del contexto social en los
estilos de vida y en las conductas de riesgo es el tabaquismo. El cáncer de pulmón y la enfermedad obstructiva crónica
asociados al hábito tabáquico han sido hasta hace unos años enfermedades
“masculinas”. Sin embargo, en las últimas décadas ha habido un cambio social
que ha fomentado la disminución del consumo de tabaco en los hombres y un
drástico crecimiento del tabaquismo en mujeres al convertirse en foco de
atención de la industria del tabaco y asociarse ideológicamente al mito de una mayor
libertad individual.
La forma extrema de las desigualdades
de género es la violencia hacia las
mujeres cuyo efecto es la devastación de su vida y su salud por el hecho de
ser mujeres. La violencia de género más frecuentemente ejercida en nuestro
entorno es la violencia de pareja o expareja, que se incrementa notablemente
durante el embarazo. En concreto, según datos europeos, se estima que el 20% de
las mujeres
embarazadas son víctimas de la violencia
ejercida por sus parejas actuales y el 42% de víctimas de violencia por parte
de parejas anteriores afirmó que durante el embarazo también hubo violencia
física o sexual.
Sin embargo, ésta no es la única
forma de violencia de género y cada vez son más visibles
los casos de violencia sexual, acoso laboral, mutilación genital femenina, matrimonios
precoces, trata de mujeres con fines de explotación sexual y/o laboral y la
inducción a la prostitución.
En
resumen, el estudio y afrontamiento de los problemas de salud sin perspectiva
de género produce sesgos que tienen efectos graves y perpetúan las inequidades sobre
la salud de hombres y mujeres. Lograr una sociedad equitativa que no discrimine
a las mujeres supone un reto para las políticas públicas y las intervenciones
en salud pública.
Palmira
Jurado Macías. MIR de Medicina Preventiva y
Salud Pública
Luisa
Lasheras Lozano. Médica Salubrista
Marisa Pires
Alcaide. Pedagoga Salubrista
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